EL CRÍTICO DIEGO A. MANRIQUE, EN APOYO DEL ACCESO A LA CULTURA MUSICAL DE LOS JÓVENES DE LA COMUNIDAD DE MADRID

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Nos quieren sin música

Artistas como Prince, ya no pueden actuar en España. Por el IVA y la ausencia de locales adecuados.

El sábado por la noche, los españoles medio listos se dieron cuenta del grado de degradación de la imagen internacional del país. Unas horas antes quizás advirtieron que difícilmente tendría futuro una candidatura cuyos representantes insistían en demostrar su torpeza en lalingua franca. Seguramente sintieron el enojoso contagio del chovinismo: fueron escasos los medios que investigaron seriamente la oferta de los competidores y las flaquezas de la propuesta madrileña.
Pero resulta cómodo juzgar retrospectivamente. Un servidor también pertenece al pelotón de los lentos. Descubrí la enormidad del deterioro del prestigio nacional el pasado agosto, por un asunto aparentemente trivial. Supe que Prince había ofrecido un show en Lisboa. Una graciosa concesión de Su Majestad Púrpura: las entradas costaban 50 euros, la quinta parte de lo que pide por conciertos similares en EEUU. El marco, además, era espectacular: el Coliseu dos Recreios, un teatro de finales del XIX.
Considerando que Prince había vivido en España, lo entendí como un desaire (ya ven lo fácil que uno se deja llevar por ese orgullo tan español). Un veterano del negocio musical me tiró de las orejas. Según Emilio Santamaria, los números cantan. En España, el 31 % de cada entrada desaparece para satisfacer IVA (21 %) y Autores (10 %). En Portugal, sin embargo, son más razonables: 13 % de IVA, 8 % de Autores.
A eso hay que sumar alquiler del local, producción técnica, otros impuestos y dos partidas que no cuentan en el caso de Prince: la tajada del promotor (usa su propia organización) y la publicidad del acto (recurrió a las redes sociales). Aún así, el problema es de base. Recuerda Santamaria que —en Madrid, por ejemplo— carecemos de teatros como el Coliseu, con capacidad para 3.000 personas sentadas (y 4.000 si se quitan las butacas). Tendría que ser, aparte, un espacio abierto al rock: Prince se presentaba bajo el seudónimo de 3rd Eye Girl, al frente de un estruendoso power trio femenino.
Un inciso. Esa fue una carencia que intentó paliar Eduardo Bautista, con la red Arteria. Pero, ssssh, de eso mejor no hablar. Fue una de las causas de la muerte civil del expresidente de la SGAE. Y debe de tratarse de un asunto tan enormemente complejo que el juez Ruz lleva dos años estudiándolo, tras sus 15 minutos de fama como justiciero social al frente del asalto de la Guardia Civil al Palacio de Longoria.
Volvamos a las infraestructuras. En 35 años de democracia, enormes inversiones públicas se han materializado en ciudades de las artes, museos, palacios para la música clásica, instalaciones deportivas; en esto sí que hay unanimidad entre las administraciones de diferentes signos. Por el contrario, el pop y sus parientes siempre van de realquilados, encajados en polideportivos (o incluso en un circo). Y la opción de montarlo al aire libre, que es muy sano.
Encontré particularmente odiosa la histriónica invitación de la alcaldesa a paladear la vida nocturna de Madrid. El historial de su partido, desde las hazañas del concejal Matanzo, muestra una voluntad continuada de castrar la cultura no oficial: les caracteriza su obsesión por cerrar clubes y recortar la música en vivo.
¿Estoy siendo paranoico?. No, hay una limitación absurda que revela su verdadera cara: Madrid fue pionera en prohibir la entrada de menores de 18 años en locales donde se hace música. Ya saben que los pequeños conciertos tienden a ser deficitarios: el negocio está en la barra. El lenguaje de la normativa muestra que en el PP dominan los meapilas sobre los sedicentes liberales: se les impide el acceso a “cualesquiera lugares o establecimientos públicos en los que pueda padecer su salud y su moralidad”.
En Bélgica u Holanda, la edad mínima son los 16 años. En Francia o Dinamarca, no hay limitaciones: hasta los niños pueden acudir con sus padres. En general, las limitaciones son asunto de los camareros, no de los porteros.
Un exceso de celo, se me dirá. Uno se tragaba esta excusa hasta que llegó la catástrofe de Madrid Arena y nos encontramos un caso de libro de crony capitalism, capitalismo de amiguetes, el resultado de compadreos entre altos funcionarios y empresarios con pocos escrúpulos. También descubrimos una valoración moral de las diferentes músicas: para el Ayuntamiento, mejor las sesiones multitudinarias de techno que los esfuerzos de unos desharrapados tocando y sudando.
Mientras sigan mandando semejantes políticos, permítanme un secreto regocijo en el rechazo de la candidatura olímpica madrileño. En el improbable caso de que hubieran triunfado en su empeño, los tendríamos ad eternum.

 

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