Una de las paradojas más desconcertantes de la ley que prohibe en Madrid el acceso de los menores a las salas de conciertos es que en teoría la normativa no se aplica a los recintos deportivos o taurinos (fundamentalmente, el Palacio de los Deportes de la Comunidad de Madrid, la Plaza de Toros de Las Ventas, el Palacio de Vistalegre y La Cubierta de Leganés). Y decimos teóricamente, porque no faltan casos en que esta posibilidad ha sido conculcada o interpretada arbitrariamente por los celadores de turno.
En el caso del Palacio de la Comunidad de Madrid se da una curiosa circunstancia, ya que hace años la venta de alcohol sí estaba permitida. Con posterioridad se abrió un periodo de abstinencia obligada para quienes asistían a los conciertos que se celebraban en este recinto de la capital. Y durante los últimos años hemos comprobado personalmente cómo se venden sin ningún tipo de problema minis de cerveza y calimocho. Por supuesto, no abogamos por la prohibición del alcohol en el Palacio -en absoluto-, sino por un análisis de puro sentido común respecto a la excusa que fundamenta la ley que discutimos, que es la de proteger a los menores del consumo de alcohol.
La realidad ha demostrado con creces que la libre disponibilidad de este tipo de bebidas no ha generado ni un sólo caso de incidentes o comportamientos que alterasen el orden. Los menores que acuden al Palacio a ver a Rammstein, Fito y los Fitipaldis o los mismísimos Jonas Brothers se han gastado su dinero en la entrada y acuden al evento con el único interés que les mueve, y que no es otro que disfrutar de la música en directo de sus grupos favoritos.
Ni los precios de las consumiciones invitan a la ingesta compulsiva ni tampoco se trata de un espectador que prefiera gastarse su dinero antes en copas que en adquirir la camiseta oficial de la gira. Cualquiera que preste un poco de atención a los usos y costumbres de este tipo de público adolescente y juvenil puede sacar fácilmente las mismas conclusiones.
Los menores presentes en este tipo de eventos aprovechan la escasez de los mismos para disfrutar del acontecimiento al máximo, sabedores de que no van a ser muchas las oportunidades de que dispondrán durante el año para ver espectáculos en vivo. Bastaría pues un poco de voluntad para reparar en que el alcohol no es el problema.
Muy al contrario, es en la calle y no en las salas o recintos cerrados donde se escucha música en directo donde sí se pueden dar situaciones de abuso y consumo indebido de sustancias nocivas para la salud. Frente a ello, la música neutraliza la tentación bebedora y la distrae con cultura y diversión en estado puro. Todo lo demás es la aplicación de un prohibicionismo hipócrita y trasnochado, que no distingue ambientes ni circunstancias, en una aplicación represiva que carece de fundamento lógico y sentido de la equidad.
RECINTOS DEPORTIVOS Y TAURINOS, SÍ. SALAS, NO. ¿POR QUÉ?
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